No es menester ser socialista para justificar la intervención
del Estado en la economía basado en las supuestas fallas de mercado, que
encuentran en la pretendida incapacidad del mismo para ofrecer ciertos bienes y
servicios un campo fértil para las teorías colectivistas del “rol subsidiario
del Estado”.
Lo que quieren significar estas personas –pero no se atreven
a decirlo- es que se justifica usar la fuerza del Estado para entregar a las
personas bienes que no demandan cuando se les permite elegir. La lógica tras
esta postura pareciera ser evidente: si los individuos tienen necesidades que
el mercado extrañamente no se digna considerar, entonces que lo haga el Estado.
De un tiempo a esta parte, hemos venido escuchando a diversas
ONGs expresar su genial idea que el Estado financie las operaciones de cambio de
sexo – mero cambio externo, es sabido que el sexo se determina por un aspecto
genético - requeridos por los denominados transgénero, utilizando para tal
efecto el producto del robo al cual cada uno de nosotros estamos sometidos de
manera cotidiana, los impuestos. De hecho, hace poco, el Ministro de la cartera
de Salud, Jaime Mañalich, señaló que se estudiaba incluir este tipo de prestaciones entre las que serían pagadas por Moya.
De acuerdo a estas tesis, los cambios de sexo serían parte
del “bien común” que motiva la actuación del Estado (y su existencia), y como
el mercado no podría proveerlos para todos, debemos costearlos entre todos.
Ahora bien, ya que el tema se justificaría económicamente
(imperfección de mercado), nos parece interesante formular las siguientes
preguntas: ¿Qué cantidad de cambios de sexo debiese financiar el Estado para
que la sociedad chilena funcione de manera correcta?; ¿cuál es la cantidad
socialmente óptima de cambios de sexo descubierta por los genios de la
planificación central y desconocida por el falible mercado?; ¿qué número de cambios
de sexo necesitamos quienes estamos conformes con el sexo que nos tocó para
seguir viviendo? La ridiculez de estas preguntas acentúa lo absurdo de la
propuesta del financiamiento estatal.
Incluso con nuestra “neoliberal” Constitución de 1980 (más
adelante una columna al respecto) hemos pasado de un tímido estatismo formal a
uno completamente desatado luego de 4+1 gobiernos de la concertación; han
bastado 4 lustros para movernos desde una subsidiariedad teórica a un abierto
clientelismo práctico. El Leviatán es el encargado ahora de señalarnos cómo y
en qué podemos usar nuestra plata, sacrificio y libertad. Hemos “evolucionado”
desde un Estado funcional a nuestros deseos a una ciudadanía funcional a los
deseos del Estado.
En buen castellano, el Estado se convierte en el arma
blandida por una minoría para explotar a la mayoría, o como diría el célebre
economista francés Claude Frédéric Bastiat, “una gran ficción a través de la
cual todo el mundo intenta vivir a costa de los demás”.
Para los próceres de las ONGs pro cambio de sexo gratuito, se
trataría de dar una respuesta a las necesidades de este “sacrificado grupo".
En esta frase encontramos a lo menos dos falacias. En primer término, hablar de
“grupo”, que nos hace caer en la trampa de pensar en categorías generalistas
propias de los colectivistas y tan recurridas por los políticos “progresistas”.
No todos los transexuales que han decidido operarse lo hacen con dinero ajeno,
ni todos aquellos que piensan hacerlo en un futuro próximo han solicitado a los
funcionarios del Estado les proporcionen prebendas de ese tipo. A decir verdad,
este uso amplio y relajado del idioma no tiene otra finalidad que la de vender
la impresión que existe una militancia granítica y sin fisuras entre quienes
apoyan estas políticas.
No existe algo así como un grupo o “colectivo” pro cambio de
sexo gratuito, salvo en la mente de los políticos que usufructúan de él. Quien
decide operarse para cambiar de sexo no forma parte de una categoría distinta
a la del resto de las personas; el hecho que haya decidido hacerlo no justifica
segregarlo en un apartado distinto de los demás, ni menos autoriza otorgarle
privilegios especiales. Son los amigos de lo ajeno y enemigos de la iniciativa
individual, i.e. los políticos quienes crean estas discriminaciones (positivas
o no), marcando por ley a los ciudadanos en función de sus altruistas objetivos
(vivir a costillas nuestras).
Es interesante señalar que la propuesta del gobierno también
expolia a aquellos transexuales que no integrarán esta categoría artificial. En
esta situación se encontrará el transexual que ya se cambió de sexo con su
propio dinero; desde este momento deberá financiar con su dinero, y mediante
coacción, la operación de otros transexuales.
De esta manera, la fuerza del Estado, manifestada a través de
la ley y mecanismos de represión ante su incumplimiento se transforman en el instrumento
que impone a los demás la escala de objetivos particulares; de esta forma se
convierte al individuo en simple medio a través del cual ciertos privilegiados
logran sus fines: se les arrebata parte de la riqueza que producen para
satisfacer intenciones de algunos.
Nadie podría negar el derecho de los transexuales a
realizarse las operaciones que estimen adecuadas para ser felices, mal que mal,
el cuerpo es de ellos. Muy por el contrario, deben ser libres de meterse todo
el cuchillo que quieran. A lo que no tienen derecho es a operarse gratuitamente
a costa del sacrificio y trabajo de los demás; nadie puede imponer sus fines
particulares a los demás, menos financiarlos con dinero ajeno.
Lamentablemente, al igual que en todo, son los políticos y
burócratas, junto a sus respectivas clientelas quienes llevan la batuta,
quedando la Libertad bastante olvidada por decir lo menos. Las personas deben
tener vía expedita para sacarse o ponerse los apéndices que deseen tal y como
el resto de los mortales satisfacemos nuestras propias necesidades cuando no
parasitamos del Estado: trabajando, ahorrando y pagando. El mercado está
ansioso de satisfacer la demanda por cambios de sexo que la gente esté
dispuesta a pagar, no existe falla alguna de mercado a subsanar mediante el
Estado. Sobran políticos, zánganos y falta esfuerzo personal.
Si los beneficiarios de los cambios de sexo son quienes se
operan y eventualmente sus parejas o amistades que estarán felices con este
cambio, ¿por qué deben ser financiados por el trabajo y ahorro de terceros?
¿Reparan los instigadores de estas políticas en los fines a los cuales
renuncian los contribuyentes por pagar impuestos y evitar ir a la cárcel? ¿Por
qué tendría prioridad este tipo de intervenciones por sobre otros bienes o
servicios demandados por las personas, al grado de obstaculizarlas o hacerlas
ilusorias? ¿Realmente es un tema tan fundamental para quienes estamos conformes
y no requerimos cambios de sexo y más aún, para la sociedad en su conjunto, de
manera tal que no financiarlos importaría un problema social de proporciones?
Nada impide que los políticos sean caritativos con algunas
categorías de individuos o grupos; pero que lo paguen con su dinero. Ser
generoso con plata de los demás no solo es hipócrita, es demasiado fácil. Creemos
estar nuevamente en presencia de una política pública destinada a obtener espurios
beneficios electorales sirviéndose de los chupasangres de siempre. Para variar,
será el contribuyente quien pague la factura del gustito “progresista”
representado por la aparición de un nuevo “derecho”.